Thirty Flights of Loving, trece minutos que dan para mucho

Perdonadme si este análisis muta, en demasiadas ocasiones, en un desvariante discurso personal sobre algunos aspectos de los que se habla últimamente acerca de qué es un videojuego o qué debe llegar a ser, sobre todo propiciados por esa distancia cada vez más corta –si es que la hay— entre el videojuego y el arte. ¡Ah! Y también diremos algo sobre Thirty Flights of Loving, lo último de Blendo Games.

“Cuenta una mejor historia en 13 minutos que muchos videojuegos en 13 horas”. Dicho en otras palabras: CÓMPRALO. Esto es lo que leí de un analista de PC Gamer –lo primero, no lo segundo– sobre Thirty Flights of Loving, juego que desconocía totalmente, aunque más tarde supe que había jugado hacía tiempo a su primera parte: Gravity Bone. Lo busqué en Steam y me prometí que, si acababan las ofertas navideñas y no lo había comprado, pagaría gustosamente –o no— los cinco euros que costaban esos “trece minutos” de, presuponía, corto pero maravilloso deleite interactivo. No hizo falta esperar mucho; a los dos días el juego ya estaba a la mitad de su precio y yo pasando la Visa. Poco después empecé a jugar.

Cómo ser John Malkovich

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Thirty Flights of Loving trata de cómo contar historias. Quizá no en su argumento, pero sí en la esencia misma del videojuego. Sin orden cronológico, sin sucesiones lógicas, todo a golpe de pincel: estás en el bar; Anita te apunta con un arma; lleváis una tarta; Anita come naranjas; un brindis; llevas a Borges en un carrito; hay sangre por todas partes; and so on. Cada pincelada, de matices y tonalidades muy cuidadas, pretende transmitirnos una pequeña parte de todo el lienzo que es la experiencia final. Tras poco más que lo dicho en este párrafo —trece minutos no dan para mucho—, acabé.

Pero, ¿qué acababa de jugar? Confieso que al principio estaba muy confuso y un poco decepcionado. ¿Genialidad o producto gafapastero1?. No tenía ni idea, pero fue en ese momento cuando empecé a tener una de mis reflexiones sobre qué era un videojuego y qué tenía de arte.

¿Por qué nos importa tanto la duración de un videojuego si en otras artes no sucede? No se valora más “El jardín de las delicias” de El Bosco que “El grito” de Skrik por su tamaño. Puede tenerse en cuenta el esfuerzo y trabajo de realizar una pintura tan grande y de tantos detalles, pero no es una característica realmente importante en el juicio artístico; tampoco es mejor la crítica de una película por durar 3 horas que por otra de hora y media; ni se cobra más una entrada de una obra teatral según el tiempo que esté el telón subido. Entonces, ¿qué nos sucede con los videojuegos para ser diferentes? ¿No debería acaso primar la experiencia creada por la obra más allá de su duración o de otros factores que nada tienen que ver con el arte? ¿O estas diferencias con otros artes ya consagrados significan que los videojuegos no lo son parcial o enteramente?

No con el fin necesario de dar respuestas sino de aportar un interesante punto de vista, me gustaría rescatar un fragmento escrito por Jesse Schell, diseñador de juegos, en su acojonantemente bueno The Art of Game Design: “¿Cuál es el objetivo del diseñador de juegos? En primera instancia, la respuesta parece obvia: el objetivo de un diseñador de juegos es diseñar juegos. Pero esto es incorrecto. En el fondo, un diseñador de juegos no se preocupa por los juegos. Los juegos son meramente un camino a un final. En sí mismos, los juegos son sólo artefactos – barajas de cartas o montones de bits. Los juegos no tienen valor a menos que sean jugados ¿Por qué es esto? ¿Qué magia ocurre cuando los juegos son jugados? La gente tiene una experiencia cuando los juega. Esto es sobre lo que el diseñador se preocupa. Sin la experiencia, los juegos no tienen valor. […] Hay ciertos sentimientos: sentimientos de elección, de libertad, de responsabilidad, de logro, de amistad, y muchos otros, que sólo la experiencia de un sistema jugable parece ofrecer.” 2?

Quizá, a la vez que los videojuegos progresan, debamos hacerlo nosotros: verlos, tocarlos y sentirlos realmente como creadores de experiencias artísticas —de sentimientos, como diría Jesse Schell—, tal y como muchas veces se nos llena la boca diciendo que lo son y, de esta forma, dejar de juzgar un factor como la duración. O tal vez se trate de que el videojuego es una mezcla indisoluble de arte y entretenimiento en la que, como tal, la duración determina en parte de calidad del mismo y se convierte en un aspecto fundamental. Puede, incluso, que existan juegos que no son más que entretenimiento puro, otros tan sólo artísticos y, por último, los que mezclan ambos componentes, sin olvidar que para la mayoría de teóricos del juego —algo arcaicos en mi opinión— no puede existir el juego creado sin fines de diversión. De todas formas, este debate parece desembocar en la cuestión de si el entretenimiento es, por la misma naturaleza del videojuego, inseparable de éste y, por tanto, no comparable de la misma forma a otros tipos de arte. Así pues, voy a parar ya el carro. Estos son unos derroteros demasiado angostos para que siga hablando de ellos en este artículo –que no olvidemos, era, y espero que siga siendo, un análisis— y, sobre todo, para tenerme a mí como único interlocutor, así que os animo a que lo hagáis vosotros en los comentarios de este artículo.

Volviendo a poner los pies en la tierra y la atención en Thirty Flights of Loving, es realmente complicado contaros cosas sin destriparos el juego. Con lo comentado, probablemente ya haya dicho más cosas de las que debería sobre él y eso que no he contado mucho. Casi nada. Y, en esta ocasión, no voy a hablar sobre los gráficos, la música o aspectos técnicos similares. A mi parecer, en este título, es una cuestión similar al de analizar artísticamente la Capilla Sixtina —guardando las distancias, obviamente— y decir que está plasmada sobre yeso; es lo que sustenta la obra pero nada tiene que ver con lo que crea la experiencia. Lo técnico en Thirty Flights of Loving, su yeso, su marco, me parece un asunto excesivamente nimio como para descentrar la atención en otras cosas hablando de él.

Me cuesta verdaderamente valorar este juego. No hablo de la nota, que al fin y al cabo es sólo un número que sirve como referencia en una escala, sino como obra en sí. En muchos sentidos aún no sé del todo qué me ha terminado pareciendo, pero algo curioso ha sucedido con él: desde que comencé escribiendo este análisis, cuanto más pienso en qué de tontería o qué de genialidad hay tras esos “trece minutos”, más me alegro de haberlos experimentado.

Como apunte final, añadir que al contenido del juego se le suman los comentarios del diseñador (muy al estilo de Portal) y la primera entrega de esta pequeña dupla de juegos, Gravity Bone, aunque éste se distribuya de forma gratuíta.

Hay que joderse que, irónicamente, “trece minutos” hayan sido capaces de generar este texto. Posiblemente ése sea uno de los grandes aciertos de Thirty Flights of Loving. [85]

 

1 – Ni hipster, ni esnob. Gafapastero es más mejor.
2 – La traducción es mía, así que yo de vosotros no me fiaría mucho.

  1. Estoy muy de acuerdo con mucho de las cuestiones que planteas, de hecho hice un análisis en twitter sobre este juego hace meses y hablé en términos parecidos a los tuyos. La clave que para mí distingue este juego de otros juegos «artsy» es la sinceridad con la que plantea sus «13 minutos» y el vínculo, adulto y personal, que crea con el jugador, cediéndole el testigo en casi todo (lo más evidente, como es natural, el argumento). El jugador se ve inmerso en un proceso de reflexión propio de otras artes y no tanto del videojuego, lo cual me parece un acierto y un avance en cierto sentido.
    Enhorabuena por haber disfrutado de TFoL, no es tarea fácil.

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