Muchas y muchos ya conocerán y habrán jugado a Sekiro: Shadows Die Twice -y, en mayor o menor medida, podido o no pasar del primer jefe-. No es de extrañar, puesto que el juego ya tiene dos años y generó un buen revuelo con su publicación. Fue desarrollado por From Software y en su debut en 2019 ya causó sensación en el público y en la crítica, obteniendo el premio GOTY de ese mismo año. Posteriormente llegaría la edición Game of the Year del juego, que traía algunas novedades y que, hasta la fecha, es todo el contenido adicional a lo que puede aspirar quien sueñe con un DLC de este juego.
Como decimos, hay mucho que alabar de este juego. En su apartado gráfico, los maravillosos diseños de los enemigos y de los escenarios propios del medievo nipón; la impresionante banda sonora con la que deleita en cada partida y, por supuesto, las vistosas mecánicas de acción y movimiento que le han valido el reconocimiento que ostenta hoy.
Pero vamos a tratar otro tema, y es que en Sekiro no existe el combate por turnos. Esto es algo, diréis, que cae de cajón nada más ver cómo es el juego. Claramente, la acción sucede en tiempo real y los derramamientos de sangre, tanto propios como ajenos, llegan a sucederse muy rápidamente en cuestión de segundos.
Sin embargo, no quiero llevar al lector a pensar en la idea del combate por turnos al que nos tienen habituados los RPGs de toda la vida, como Chrono Trigger, casi todos los Final Fantasy o cualquiera de las entregas principales de Pokémon. En todos ellos, en mayor o menor medida, actuar siguiendo los turnos de las peleas forma parte intrínseca de sus mecánicas y se presenta directamente como un eje central y de desarrollo a lo largo de la historia del juego.
Pero vamos a pensar un paso más allá. Como decíamos, Sekiro es un videojuego desarrollado por From Software, aquella maravillosa compañía que nos trajo Dark Souls, Bloodborne y, próximamente, también Elden Ring. Y esos juegos, Dark Souls y Bloodborne, son un muy buen ejemplo para plasmar esta idea por dos razones: son juegos, como decimos, que provienen de la misma empresa de desarrollo que Sekiro y que, aun así, utilizan el “tiempo real” y los ritmos con los que fluye todo en él de manera muy distinta.
Los precursores
Pongamos por ejemplo el Dark Souls original. Claramente, parte del atractivo del juego yace en las peleas contra los enemigos, el proceso de aprendizaje de sus patrones de movimiento y de las hitboxes del arma o extremidad de turno con la que gustase de golpearnos. Tras morir unas cuantas veces a sus manos, la mayoría de jugadores empezábamos a ver a estos enemigos como viejos conocidos y, de una forma retorcida, incluso acababan por no caernos tan mal. En algún momento, nos dábamos cuenta de que el combate contra el demonio de tres metros y medio de altura y espalda de culturista ya no resultaba una experiencia aterradora, sino que tras cada muerte hervían más nuestras ansias por lanzarnos a otro intento contra él.
Esto es algo que permanece en Sekiro, por supuesto. Prestar atención a las peleas para conocer al enemigo resulta fundamental para avanzar en el juego, y de forma más visceral que en cualquier Souls. De hecho, el juego no perdona, hasta el punto de que varias partes suponen un auténtico muro para quien no intente aplicar las diferentes mecánicas que presenta.
En Dark Souls tenemos una aliada que nos acompaña en el juego y a la que le debemos más que al frasco de estus: la voltereta. Esos limitadísimos frames de invulnerabilidad que, activados en el momento adecuado y realizándose en la dirección correcta, podían zafarnos de cualquier ataque que impactase con nuestro personaje en ese poco tiempo, fuese una espada, un martillo gigante o un chorro de llamas.
Con esa poderosísima herramienta en nuestro haber, toda la jugabilidad posterior en combate se construía alrededor del concepto de “prevé el golpe, esquiva, aprovecha la abertura, y golpea tú”. Que, probadamente, resulta una mecánica deliciosa y que -en el caso de From Software– casi nunca llega a aburrir, y eso se debe al cariño y la atención que la desarrolladora siempre ha volcado a la hora de crear los enemigos a los que nos enfrentaremos y asegurar que las peleas contra ellos sean disfrutables siguiendo, en mayor o menor medida, esta fórmula. La cual, si lo pensamos, no se aleja tanto del concepto teórico de lo que es un combate por turnos.
Dicho esto, realmente Sekiro supuso una ruptura bastante grande con este formato “souls” que tanta fama y reconocimiento le valió a From Software y al que hasta 2019 tenían tan acostumbrados a sus jugadores.
La mejor defensa es un buen ataque
Con Sekiro, From decidió ir un paso más allá. La voltereta se convirtió en una finta -al estilo Bloodborne, pero mucho más corta- que ya no actúa como ese “escudo antibalas” de aquellas entregas. Como alternativa a esto, también tenemos el salto, que sí, sirve para esquivar, pero con el inconveniente de que la distancia de desplazamiento es más grande y que suele alterar nuestra posición respecto al enemigo, algo que, si no se controla, puede ser fatal. Por lo que tampoco es algo de lo que sea recomendable abusar en combate.
Y, por otro lado, esas aberturas que mencionábamos de los enemigos en Dark Souls y que solían suponer nuestra brevísima oportunidad para calzar un par de espadazos no existen en Sekiro. O, por lo menos, son mucho más limitadas, tanto en su número como en el tiempo que ofrecen para responder a ellas.
En vez de valernos de los momentos de debilidad del enemigo, debemos crearlos nosotros mismos chocando las hojas, poniendo en práctica el movimiento más afamado y reconocido en los duelos PvP de la saga Souls: el parry.
El parry consiste en desviar, en el momento justo, el ataque del enemigo para contraatacar acto seguido y causar una cantidad masiva de daño. O, al menos, así era en Dark Souls: si nos sentíamos especialmente aventureros, podíamos intentar desviar la espada del enemigo con nuestro escudo para dejarlo expuesto. Era una maniobra arriesgada que dejaba a nuestro personaje en posición muy vulnerable en caso de fallar.
Pues bien, en Sekiro, prácticamente la única manera de ganar en los combates es haciendo uso casi constante de los parries. Dado que esquivar ya no implica gozar de invulnerabilidad limitada y que la IA de los enemigos está especializada en hacerle tracking a nuestro personaje, la mayoría de las veces nuestra única opción será no retroceder y soportar las acometidas del enemigo.
Esta acción de plantarse frente al enemigo, mantener la posición y no retroceder es algo impensable en otros Souls, en los que el cara a cara con el enemigo es terrorífico y que debemos valernos de esquivas y carreras para lograr una posición favorable -ahí tenemos el clásico backstab de la saga Souls– para no recibir un mandoblazo imposible de bloquear. Y, sin embargo, adoptar justo ese enfoque es algo que Sekiro no solo incentiva, sino que premia.
Un baile de sombras
Con Sekiro, From optó por introducir la mecánica de la “postura”, una barra adicional a la de salud que poseen los enemigos y que se va llenando al recibir nuestros ataques y desviar nosotros los suyos, a la vez que comienza a vaciarse si actuamos de forma más pasiva decidiendo no atacar.
Si se llena, efectivamente logramos lo mismo que vaciando toda su barra de salud. Con lo que esta mecánica es una piedra angular de las peleas, porque además nos permite afrontarlas de una manera u otra según encontremos más sencillo reducir la vida o romper la postura de nuestro rival. Pero, ojo, porque lo mismo se aplica a nuestro personaje y a sus dos barras, la de vida y la de postura.
De esta manera, Sekiro logra crear un estilo de pelea único que se siente menos como si debiésemos esperar nuestro turno para atacar y más como si los combates se tornasen en una danza entre nuestro personaje y su enemigo, ambos moviéndose con velocidad, saltando y chocando aceros sin seguir un orden predefinido.
Esto deja mucho terreno para el pensamiento lateral durante los enfrentamientos, y más cuando incluimos en la ecuación las herramientas de prótesis que nos brinda el juego o la navegación por los escenarios durante el combate. Se pueden llegar a hacer auténticas virguerías si se combinan todas estas posibilidades, y dedicar horas a pulir el combate en Sekiro puede dar a cada pelea el potencial para convertirse en un videoclip.
En conclusión, la experiencia jugable que ofrece Sekiro es muy diferente a otros “soulslike”. Tiene su versión de las hogueras, los enemigos hacen respawn tras descansar y, sí, hay puertas cerradas por el otro lado. Pero también hay saltos, fintas, choques de espadas, fuego y explosiones, y todo se sucede en segundos. Su rápida jugabilidad y la precisión que requiere del jugador para realizar con éxito la mayoría de acciones lo hacen -debatiblemente- más exigente que cualquier Dark Souls, pero también hacen que, tras derrotar cada muro, la victoria tenga su propio sabor, diferente a todo lo anterior. No es para todo el mundo, pero todo el mundo debería probarlo.
Sé que es un juegazo, me mola la propuesta y no me asusta pese a lo jodido que me consta que es; pero habiendo vuelto a la vida videojueguil hace poco (por obra y gracia de mi querida Switch LIte y mi amor por la saga Zelda), estando ya un poco oxidado tras años en barbecho, no es precisamente el tipo de juego apropiado para este momento de mi vida.