Tener un jardín o un espacio destinado a la decoración de exteriores es un lujo que define el tipo de habitáculo que puede adquirir cada ciudadano. La mayoría de mortales nos conformamos con espacios de metros reducidos, donde la única salida – si cabe – es un angosto balcón donde curiosear las vicisitudes del vecindario o colgar la nueva remesa de ropa recién lavada.
Pero hay otros privilegiados observan con armonía como el jazmín de turno edulcora el ambiente con su característico perfume.
No hace falta aclarar que pocos aprecian la comodidad de no añadirse más tareas a las ya obligatorias del hogar, todo ello debido a que tener un jardín obliga al propietario – en muchas ocasiones – a una serie de cuidados para que éste sea vistoso y agradable. Otros, más prácticos, deciden cultivar hortalizas con ese pretexto del autosustento ecológico que parece haberse puesto tan de moda. La realidad es que tener un jardín o un huerto es un engorro supino. Seguramente este factor junto al rechazo que me provoca el tener que estar pendiente que las orquídeas florezcan o de cantarle a un rosal, me llevaron a usar Pikmin (íd.; Nintendo E&D, 2001) como mi jardín particular.
Shigeru Miyamoto en pleno proceso creativo debió ver a su perro Pik correteando por el jardín y debió preguntarse en qué narices se distraía su estimado canino. La fijación por el detalle y el intentar ver las cosas desde una perspectiva de lo cercano hace que uno entienda Pikmin como el niño que se acerca a ras de suelo para observar como un pelotón de hormigas trasporta su preciado alimento hacia su hormiguero. Pasando previamente, por multitud de dificultades; esa colilla estratégicamente dispuesta, la piedra cuyo tamaño supone una montaña sorteada con dificultad y ese charco derivado de nuestras glándulas salivales. En definitiva, esa hilera de insectos no hace más que representar un micro mundo donde todo parece tener su orden natural.
Pikmin dispone todas esas herramientas al servicio del usuario. Un mundo miniaturizado al extremo, unos seres que bien podrían ser hormigas y un ojo – el del jugador – que observa como todo se sucede. La excusa, el carisma del Capitán Olimar, el cual necesita regresar con su mujer a su planeta de origen. Si bien la jugabilidad del título en cuestión, debería destacarse por la frescura que destila todavía hoy, intentaré no centrarme mucho más en ese aspecto e invitaré al lector a que sea él, el que se acerque a cualquier de las tres entregas para comprobar como un concepto tan minimalista llega a funcionar tan y tan bien.
Como decía, aprendí las bases de la jardinería mientras jugaba a Pikmin. De hecho, todavía hoy recurro a éste para embelesarme con esos perfectos paisajes llenos de vegetación, claros y florecillas para entender como funciona el sistema de guarnición floral. El Capitán Olimar, como extensión del yo freudoniano, es el encargado de plantar por mí, sacudiendo fuertemente las diferentes flores de colores que se reparten en el juego. De cada semilla, nace una cantidad determinada de seres que a su vez florecen y que sin mis propios cuidados perecerían sin más. Es aquí donde mi espíritu de jardinero florece. El panorama presentado en Pikmin se comprende ante la necesidad de tener un extremo cuidado sobre la vida que está a tu cargo. Sin este cuidado el título no avanza, necesitas de esas semillas de diferentes colores para obtener diferentes Pikmin. Ellos a su vez dependen de ti (como las plantas) pero sin ellos no sobrevives y por tanto, no avanzas en el juego.
Es en esa relación que se establece entre jugador e ítem la que le otorga una coherencia abrumadora al título. Es en esa relación cuando uno aprende la importancia del detalle y comprende un entorno tan reducido. El Capitán Olimar, el jugador, la persona que se acerca a cualquiera de las entregas de Pikmin sabe que su única misión es cuidar bien de ese jardín. De hecho, depende de él, necesita que exista porque sin él no existe juego. Como no existe si el jugador decide maltratar a sus propias creaciones llevándolo a un fatídico “Game Over”.
Del mismo modo, afirmaría llevándolo a la hipérbole, que el sentimiento de pérdida que se tiene al ver morir a un Pikmin, el cual has visto nacer y has criado hasta verlo flocerer, es equiparable al de intentar salvar a un cactus ahogado por exceso de agua. La impotencia, la sensación de frustración que cuestiona nuestra propia capacidad para cuidar un simple ser, queda en entredicho. Y ahí Pikmin tiene mucho que decir, porque el ingenio y la capacidad de gestión de todos ellos depende de ti y de ti, depende su supervivencia. De hecho, y salvando las distancias, el jugador se vincula del mismo modo que lo hace con el avatar protagonista de Animal Crossing (íd,; Nintendo, 2001) aunque esa es otra historia cuyo recorrido requiere de otra revisión.
Jugando a Pikmin uno desarrolla una especie de Síndrome del Cuidador, se entretiene animando a sus pequeños seres a toque de silbato y retoma la sana actividad de volver a mirar a ras de suelo para cambiar la perspectiva de la vida. Desde cerca, sin que el observado tan siquiera sepa de nuestra existencia y sobre todo, volviendo a aquellos jardines naturales de nuestra infancia donde uno se perdía entre la flora para vivir una y mil aventuras, es donde un concepto tan pequeño se hace enorme. La otra opción siempre fue salir a ese angosto balcón a ver como la muchedumbre desfila como hormigas. Repito, jugando a Pikmin aprendí a ser jardinero, aunque la jardinería nunca me gustó.
Daniel del Olmo
@laocoont