Bloodborne es un Caballo de Troya que la maquinaria de márketing de Sony, capaz de colocar millones de consolas en los hogares de todo el mundo sin títulos dignos de escaparates, ha vendido como un Triple A mainstream. No es un juego para el gran público, sino para los jugadores que se llevan años despreciando en las grandes Ferias. Aquí no hay espacio para wiimotes.
Vaya por delante que a mi Bloodborne me encanta. No veo en él el videojuego perfecto al que muchos han premiado con 9s altísimos y varios 10s, pero sí un fantástico juego. Un gran Souls.
Este post se lo quiero dedicar a Bloodborne no a modo de reseña, un ejercicio que ya hice tras dedicarle la primera decena de horas (ahora debo de ir por las cuarenta), sino como reflexión en voz alta sobre los aspectos definitorio del mundo orquestado por From Software: el Terror, la Desesperación y, sobre todo, la Esperanza.
Yarhnam es inhóspito. Recibiremos a la muerte de buenas a primeras, a los pocos minutos de juego, sin escapatoria posible. Esto sirve a los desprevenidos que esperaban un Call of Duty que descubran un mundo que no les quiere. Que les rechaza. Un mundo que les intenta vomitar, expulsar. Aniquilar. El cazador encarna a un cazador, sí, pero durante muchísimas horas no podremos evitar la sensación de ser el cazador cazado, intentando sobrevivir a las que se supone que son las presas.
En muchos aspectos, Bloodborne no es una aventura, no es un RPG, sino un Survival Horror. Sobrevivir al horror, en todas sus formas, no únicamente a los final bosses, que muchas veces provocan que la Desesperación haga acto de presencia, hasta el punto que esta se convierte en un factor con el que convivir en cada partida. Y esto lo edulcora, consiguiendo que la Desesperación pierda el elemento de Sorpresa, permitiendo al jugador que la asuma como parte misma de la derrota. La derrota, a su vez, se convierte en un estado transitorio entre victoria y victoria. Y, así, la Esperanza se asoma tímidamente en el campo del horror.
El jugador, así, vuelve a enfrentarse una y otra vez a los Horrores, a los causantes de su Desesperación. La Esperanza hace acto de presencia en cada subida de nivel, en cada Eco de Sangre recogido, en cada mecánica asumida. La sensación de que el farmeo nos puede dar ese empujón extra que nos falta para acabar con el enemigo que nos ha enviado una y otra vez al límite de estampar el mando contra el televisor es, en mi opinión, el componente clave de Bloodborne para mantener al jugador enganchado durante decenas de horas.
Yarhnam es un Infierno, pero un Infierno del que, como Orfeo, creemos poder entrar y salir victoriosos. A diferencia del personaje de la mitología griega, el jugador cuenta con el factor de poder subir de nivel con cada nueva incursión, siempre que sepa conservar y ahorrar los Ecos de Sangre, la moneda de cambio del Infierno artificial orquestado por Hidetaka Miyazaki. Y eso permite que la Esperanza aflore en el normalmente inerte campo de la Desesperación. A mayor Desesperación, más fuerza tiene la Esperanza y más cala en el jugador. Y en Bloodborne la Desesperación llega a ser el gigante a la sombra del cual debemos aprender a jugar.