Reuníos, oh jugones, a mis pies, pues os traigo hoy una historia de aventuras, drama y desesperación.
Cuenta la leyenda que antaño, una raza ancestral de gamers compraba sus videojuegos en una suerte de formato físico mágico.
Dicho formato encerraba innumerables contenidos extra: trajes, fases, armas, canciones… Y a pesar de que los dispositivos de almacenamiento tenían decenas de veces menos de capacidad que los de hoy, todo entraba en dichos juegos… ¿El precio a pagar a cambio? Demostrar tu valía como héroe superando todas las fases. O alcanzando los mejores tiempos. Incluso, en un alarde de osadía por parte de las compañías, obligarte a pagar unas pocas pesetas por una revista que incluyese un código para desbloquearlos…
Pero toda felicidad tiene un fin, y las compañías, nadie sabe por qué, perdieron el acceso a dicho formato… Ahora los discos tenían mucha más capacidad, pero las cosas no cabían… Ni apretando, ni empujando, ni siquiera reciclando todo el motor del título anterior y limitándose a meter un par de extras más, como cambiar el equipo de los personajes o añadir un par de armas… No había manera.
Y con todo el dolor de su corazón, los desarrolladores entregaban una versión final del juego que se despedía de una parte de sí misma que había quedado encerrada en un ordenador: mapas, trajes, armas… La catástrofe no tenía precedentes. Los equipos de desarrollo, angustiados y torturados, caían en depresiones profundas. Y las bajas laborales y las consultas al psicólogo se dispararon. Ante tal desgracia, a las pobres compañías no les quedó otra solución: largos fueron los dilemas, largas las noches de debate… Había que subvencionar todos esos gastos. Había que vender ese contenido descargable que se quedó fuera del juego porque no cabía para poder pagarles una terapia a los pobres desarrolladores.
Todo podría haber acabado bien, pero no fue el caso. El dinero recaudado jamás fue suficiente, y pronto las compañías perdieron la cordura que les quedaba. Distinguir cuándo un juego se consideraba completo y terminado pasó de ser un trámite racional a una auténtica odisea. El caos volvió a cundir y los juegos eran lanzados al mercado incompletos, y lo que faltaba se seguía vendiendo por separado. Los pobres desarrolladores ya no sabían qué hacer.
Cuenta la leyenda que aún existen personas que alcanzaron a vivir en esa época dorada en la que en un simple CD de menos de 1GB cabían contenidos extra por los que no pagabas más. Cuenta la leyenda que hay un pequeño reducto de de desarrolladores que consiguió poner a salvo parte del antiguo secreto y ofrecen alargar la diversión, ya de por sí completa, a precios coherentes. Cuenta la leyenda que la locura de las compañías sigue en auge, que siguen sufriendo y flagelándose por tener que hacernos pagar más por algo que antaño nos pareció la cosa más normal y coherente del mundo: adquirir un juego terminado.