Autor: José Tomás Tocino
Era su último trabajo. Por fin iba a dejar de ser un peón para entrar en las altas esferas, finalmente iba a poder llevar los hilos de la situación. Si miraba hacia atrás, la verdad es que se lo había ganado: Toda una vida de pequeños trabajos, asesinatos a sueldo y ajustes de cuentas.
Lo tenía todo tan manido que apenas pensaba en lo que hacía, simplemente actuaba. Y esta vez no iba a ser diferente. Ya tenía el C4 en la mochila y la dirección del objetivo, quedaban siete minutos para las cuatro de la tarde, el show iba a empezar.
Mientras se ajustaba la capucha de su sudadera verde, se asentaba en su nuevo Hermes del 74. Aquel coche cubano parecía frágil y anticuado, pero sabía que sólo él era capaz de aprovechar los 90 caballos de aquella bestia. Fruto de un antiguo encargo, podría haberlo despeñado por el Monte Chilliad hacia abajo, como pasó con su dueño, pero pensó que era un coche demasiado elegante para acabar así.
Ya vibraba. Estaba en marcha. No era de extrañar que las chicas le miraran al paso. Un coche como aquél en su barrio era como pedirle al aparcacoches del Calígula que no le rayara el Greenwood de la familia. Pero bueno, así la gente sabía cómo se las gastaba.
Pasaba por Glen Park y recordaba los paseos por el lago. ¿He dicho paseos? Bueno, realmente a él acribillar Ballas y tirar sus cuerpos al lago ya le parecía un paseo. Supongo que prefería darle al agua un tono rojizo que destacara con el violeta de los pantacas de aquellos tipejos. Maricas con sudaderas lilas, así los llamaba él. Por suerte había diezmado su población por aquellas zonas, Los Santos era prácticamente suyo.
Ya se respiraba el ajetreo de los pingüinos de oficina: Downtown Los Santos se levantaba ante sus pies. Siempre le había parecido majestuosa aquella mega edificación que era el puente que conectaba Los Santos con Red County: La intersección Mulholland. Los bajos de aquel puente habían observado muchas de las peripecias de nuestro amigo, incluso le firmaron el primero de sus tickets hacia San Fierro, no sin antes pasarlo un poco mal.
Llegó. Veía con claridad el Greenwod verde al que tenía que plantarle el regalito. Aparcado frente a la comisaría de Policía, su conductor iba a disfrutar poco de la libertad condicional que acababa de conseguir. No interesaba que pisara las calles. Afortunadamente nadie iba a poder colgarle el muerto a nuestro protagonista, los temporizadores siempre han funcionado bien, incluso en 1992.
Un par de miradas alrededor bastaron. Era una pena que aquella matrícula que rezaba “GROVE4L” se fuera al garete. Como arte de magia la carga de C4 ya campaba entre los conductos del líquido de frenos del Greenwood, junto al led que rezaba “9:59”. Las persecuciones de joven le habían dado suficiente destreza como para llegar su viejo aeropuerto en Verdant Meadow en ese tiempo.
Se montó en su coche y arrancó. De nuevo sentía la suave vibración de aquel elegante Hermes. Como si se iniciara un terremoto, escuchó la explosión desde lejos, y las sirenas de la policía empezaron a invadir el aire. Incluso desde su casa en Grove Street podía notar el ajetreo.
Los restos de su hermano estarían ahora a doscientos grados de temperatura, difícilmente la policía podría identificarlos. Pero él sólo esperaba la llamada del C.R.A.S.H. esperando el pago del trabajo.
Después de todo, Carl Johnson prefería las sumas de dinero de aquel par de policías corruptos antes que la falsa hermandad entre los miembros de la familia.
Grove Street… ¿for life?