En estas fechas de consumismo extremo, en las que hasta Steam tiene ya su cita con nuestras carteras para tentarnos por enésima vez con ofertas imposibles de juegos de esos que siempre hemos querido jugar pero que nunca hemos tenido ni tiempo ni dinero para hacerlo, no somos pocos los que hacemos balance.
Balance de los juegos que tenemos, los que queremos, y los que nos gustaría tener si realmente tuviéramos horas y dinero de sobras para dedicárselo a nuestro hobby preferido.
Por desgracia, nuestras carteras y nuestra agenda de tiempo libre son las que son. ¿Cuántos juegos de tu estantería te clavan la mirada en tu nuca reclamando más atención? ¿A cuántos has dejado a medias, cual coitus interruptus, ante la promesa de Perfección Extrema del enésimo Triple A rodeado de una insuperable aura de Humo de Hype? No seré yo el que tire la primera piedra.
Yo ya miro la situación con perspectiva. Ni de lejos me gustaría ser un Michael Thomasson – solo de imaginarlo me estreso – y me gusta pensar que mi criterio va más allá de las campañas publicitarias, pero soy incapaz de hacerle ascos a las ofertas de Steam, por mucho que no tenga una máquina capaz de ejecutar ni la mitad de los juegos que me compro. Tampoco me resisto a hacerme con Ediciones de Coleccionista de juegos con probado tirón, aunque dude mucho -eufemismo- que algún día vaya a tener tiempo incluso de jugarlo – las ediciones Anthology de The Elder Scrolls y Assassin’s Creed que tengo al lado asienten, aceptando su solitario destino.
Y es que he aprendido a ver en perspectiva la naturaleza del conjunto. Como los proyectos que apoyo en Kickstarter, los cuales me aportan un componente de satisfacción solo por el hecho de aportar dinero para que materialicen sus sueños. Esto, para mi almenos, ya no va solo de jugar, sino de seguir siendo parte de ese Gran Público que asiste, Generación tras Generación, a ese espectáculo de 0s y 1s que se desarrolla en los monitores de nuestros hogares, mientras les dejemos entrar a nuestras casas.