Simplicidad. Los departamentos de marketing tienen grabada a fuego esa palabra para conseguir vender el último hit del mercado a los ávidos consumidores de videojuegos. Gran error. La falta de complejidad de los videojuegos es lo que impide convertir al sector en un arte más, a la altura de otros como la literatura o el cine.
La mayor parte de los títulos actuales son películas de Hollywood: coge un cubo de palomitas y inyéctate en vena una experiencia cinematográfica con recursos mil veces vistos.
A los videojuegos les falta un elemento diferenciador, algo que permita que sus creaciones, las adscritas a este movimiento, no sean fácilmente exportable a otros medios. Los intentos de llevar las historias de los videojuegos al cine han fallado más por incompetencia de sus responsables que por no poder trasladar el lenguaje propio del medio. Quizás ese elemento diferenciador sea la interactividad o la empatía generada entre personaje y jugador. Realmente, este es un debate estéril por ahora al entrar demasiados factores como para poder obtener una opinión realmente objetiva.
No he venido a hablar de ello. He venido a hablar del elemento que mantiene inmovilizado al videojuego en la frontera entre arte y entretenimiento para niños y adolescentes. Inmovilismo gráfico y jugable del cual los consumidores somos principales responsables. Pero, ¿por qué lo digo?
Como todo origen, los principios del videojuego fueron un territorio inexplorado para los nuevos creadores, una tierra todavía no sometida a estándares y directrices. Las limitaciones en aquellos tiempos permitían que estos pioneros se centraran en unas mecánicas que debían vertebrar unos cuantos píxeles para que tuvieran sentido en la imaginación de los primeros jugadores. Los medios aumentaron, los géneros también y la industria era prolífica. Pero acaeció la primera gran crisis del videojuego, fomentado por la copia descarada de conceptos y la inundación del mercado por competidores, ávidos de conseguir dinero fácil sin dar nada nuevo a cambio.
El que no vea una similitud con la situación actual es que prefiere darle la espalda a la realidad. Un mercado inundado de shooters clónicos y tiendas de apps masificadas -con el último y sangrante caso de Flappy Bird-. No se observa movimiento para arreglar esta deriva.
La corriente hardcore, plagada de secuelas, precuelas y pseudo-continuaciones, intentan justificar su inmovilismo en una supuesta necesidad de mayor potencia gráfica y de procesado. Éso solo ha significado por ahora, más partículas en el aire. ¿Por qué toda esa potencia extra no se invierte en aumentar la complejidad en conductas de los PNJ que te rodean o de las estructuras jugables? Es demasiado trabajo y el jugador hardcore medio ya se maravillará únicamente porque se ve la luz filtrándose por las ventanas mientras se ven los granos de la protagonista. ¿Es necesario acercarse al valle inquietante para maravillarnos?
La corriente casual – y también la hardcore en cuanto a clónicos de Call Of Duty – se centra en copiar las mecánicas del último éxito de las tiendas de aplicaciones, simplificando las mecánicas hasta la nausea.
Los indies, aquellos caballeros andantes del videojuego, alabados por traernos la última historia lacrimógena o la innovación jugable definitiva, han empezando a ser fagocitados por la industria y abrazar su camino a la perdición. Carne de cañón barata para rellenar los meses entre lanzamientos triple A. Últimamente están abrazando en masa el retro y la dificultad sin riendas como clímax de la experiencia jugable, repitiendo esquemas vistos ya en épocas anteriores salvo honrosas excepciones e iniciativas como las Ludum Dare o gamejams -eventos que buscan limitar los recursos temporales y materiales a los desarrolladores para que puedan desplegar toda su creatividad-.
Quizás Kickstarter y demás sistemas de crowdfunding pueda ser una forma de salir de este circulo vicioso al fomentar la aparición de títulos que no quieren las grandes distribuidoras, pero los proyectos que tienen más visibilidad -algunos con un presupuesto para publicidad importante, con aparición de anuncios en revistas del sector o en webs- son los que se quedan con la mayoría de financiación, dejando a propuestas más interesantes sin ningún tipo de salida.
Creo que toca nueva crisis. Una nueva disrupción. Innovación. Si no la hay, ¿qué nos queda? En el momento en el que los jugadores entendamos que no todo es 1080p, 60 FPS -elementos que no afectan en casi nada a la experiencia jugable salvo en fighting games y hack’n’slash– o partículas en el aire, el mundo del videojuego podrá avanzar. Hasta ese momento, inmovilizados nos quedaremos.