Me quedo observándolo, fríamente. Tan friamente que vuelvo a dispararle. Esta vez en la cabeza, sin más objetivo que el comprobar con una mueca de satisfacción como su cabeza responde al disparo con un brote de sangre y un cambio en su estructura. Apreto el gatillo un par de veces más, pero nada pasa. La vida, cualquiera que fuera la que ese ser tuviera, ya no se encontraba presente, y los diseñadores parecían no haber contemplado que alguien prestara atención al cuerpo de un enemigo una vez éste fuera abatido. Sin más interés, giro la cámara y me dispongo a continuar avanzando por el nivel. Pero algo me hace dar la vuelta y volver a posar mis ojos en el cadáver.
Una medalla. Sí. Una medalla, de esas que te regalan tus padrinos cuando haces la comunión. De esas en las que puedes colocar una foto pequeñita en su interior. Una foto de un ser querido. Una foto de un ser querido. Esta posibilidad rebota en mi cabeza como una pelota de ping pong ¿Un ser querido? ¿A quién puede querer un personaje cuyo único propósito en el juego es ser abatido? No es un jefe final de fase, ni el argumento parece haberle reservado un mísero papel; Es un actor de relleno, sin más. Y aún así lleva una cadena de comunión.
Me planteo las hipotéticas consecuencias de su muerte en ese mismo momento: Un final alternativo, un modo bloqueado, incluso un giro de la historia que se cierra sólo por haber disparado sin haber calculado las consecuencias. Unas consecuencias que, seguramente sólo estarán en mi cabeza, y en la mente de un diseñador que decidió colocar en el cuello de un soldado clon una medalla de primera comunión. Pero ¿Y si hubiera algo más?