Una alfombra de hierba lo cubre todo hasta donde alcanza la vista. A lo lejos, se intuye la silueta de una montaña que se alza majestuosa, imponente, coronada con nubes rojizas. El silencio es mi único acompañante, pero todo está vivo. La tierra respira, el río susurra, el cielo palpita. Cierro los ojos e inspiro con fuerza. El viento trae trazos del bosque que he dejado atrás, de las cortezas de los árboles, de los arroyos serpenteantes, de las hojas mecidas al son de una música guardada en mi interior.
Las posibilidades son infinitas. La tierra es mía. Podría vagar durante días y días, contemplando el vasto mundo que se extiende ante mí. Podría elegir mi próximo destino y perder la noción del tiempo disfrutando del paisaje, de la gente. Doy un paso adelante. Y luego otro. Y comienzo a correr.
Soy poderoso. Soy fuerte. Soy ágil. El peso de mi espada y mi escudo a la espalda, lejos de resultar molesto, es gratificante. Reconfortante. Es otra cosa lo que pesa: mi misión, mi odisea. Mi aventura. Un escalofrío de excitación me recorre el cuerpo. No voy a dejarme amedrentar. Esta es mi historia. Soy el protagonista. Soy el héroe. Esta es mi tierra.
Le arranco unas notas a mi ocarina. Una vieja amiga acude al trote. Su pelaje evoca el color de los valles del oeste, tierra de fieros guerreros y ladrones. Sus crines son blancas como la luna que comienza a esconderse tímidamente. Va a amanecer. Sonrío. Todo está vivo. Subo en mi montura y apenas nota cómo los talones de mis botas la espolean, arranca a galopar. Pronto, competimos contra el mismísimo viento, pero no es suficiente. Más rápido. Más rápido. La tierra no acaba. El mundo es infinito. Y es mío. Un grito de júbilo retumba en mi pecho. Podría perderme galopando, pero el deber me apremia.
Pongo rumbo al este, entre las montañas. Conforme me acerco, el olor a pan recién horneado, a madera recién cortada, a polvo, a ropa secándose al sol, a gallinas picoteando maíz del suelo, va llenando el ambiente. La gente va de un lado a otro, sumida en sus quehaceres. Algunos corretean de aquí para allá, otros me observan al pasar, con curiosidad. Mi atuendo llama la atención, el verde de mis ropas contrasta con sus trajes de colores humildes y tímidos. A veces, me observan con recelo. Muchos necesitan algo de ayuda para recoger a sus animales, para completar algún recado en el mercado de la ciudad. Sonrío y accedo. Soy un héroe, sí, pero no solo para las princesas y los reyes. También para las gentes.
Observo el cielo. El sol baña los tejados y las copas de los árboles. ¿Tengo tiempo para perderme entre los muros de las casas? Sí, claro que sí. Sería un pecado no aprovechar la oportunidad, no empaparse de cada mágico rincón de esta tierra. De cada recoveco. De cada secreto. Una corriente de aire frío me arranca de mis pensamientos. Un pequeño camino serpentea cuesta arriba. Huele a humedad, a barro. A piedra mojada. Sin duda, es el camino al cementerio. Echo la mano a mi espada. El tacto del acero me llena de serenidad y me infunde valentía. Aún está tibio por el sol. Comienzo a andar; sé que algo me espera arriba. Una nueva aventura.
No estoy solo. Hay alguien más conmigo. Una voz me habla de la noche, de las sombras. Ahí está de nuevo. Roza las cuerdas de su arpa con las puntas de sus dedos. Mecánicamente, llevo la ocarina a mis labios. Tocamos juntos. El tiempo parece detenerse. El aire se carga de electricidad. El silencio del cementerio se vuelve aún más pesado, más agobiante. ¿Quién eres? Sus ojos me observan, como si pudiesen ver a través de mí. Me recuerdan a alguien cercano. A aventuras por los jardines. A escondites entre la maleza. A encuentros de la mano del destino. Una chispa de entendimiento lucha por abrirse paso entre mis pensamientos y entonces… él se va. Como siempre. El eco de las notas se pierde entre las lápidas.
Hace ya muchos años de esto. Mil cosas más sucedieron. Luche, caí innumerables veces, y me levanté otras tantas. Perdí la cuenta de mis pasos, de las flechas que disparé con mi arco, del tiempo que invertí en las casetas de juegos, en los laberintos del bosque, en la orilla del lago. Aún así, el recuerdo de mis aventuras permanece en mi memoria, grabado a fuego. Con el mismo fuego de la Montaña de la Muerte, de los ojos de Sheik, del cabello de Ganondorf. Y una vez más, quiero volver a viajar a esa tierra. Perderme entre sus árboles, entre sus ríos. Entre su gente.
La hierba se ha secado. Todo tiene un tono triste y apagado, como manchado de nostalgia por recordar tiempos mejores. La pradera se extiende ante mí de nuevo. No hay nada. Ni nadie. Las notas de mi ocarina rasgan el silencio. Al menos, ella sigue aquí. Monto y me dirijo de nuevo al pueblo. Necesito ver a la gente. El camino tensa el nudo en mi garganta. ¿Dónde están los pájaros? ¿Y las ranas chapoteando en el río? ¿Y la brisa agitando mi gorro? ¿Y las flores al borde del camino?
La gente sigue ahí. Sus movimientos son mecánicos, sus gestos, vacíos. Converso con ellos, pero no tienen nada nuevo que contarme. No hay nada nuevo que decir. El sol no calienta tanto como lo recordaba. Los tejados no son brillantes. Los animales deambulan sin rumbo. Sé que estoy en la misma tierra de antaño. Sé que todo sigue igual, pero a la vez, es diferente. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué ha cambiado? Miro mis manos, curtidas y encallecidas. Yo. He cambiado yo.
Apago mi Nintendo 64 y saco el cartucho. Abro el cajón buscando calmar la melancolía que me ha invadido de repente, pero pocos segundos bastan para saber que es una mala idea. No va a funcionar. Va a pasar lo mismo. Hyrule ya no es lo que era. Ni el Reino Champiñón. Ni la Jungla Jocosa. El tiempo ha secado el color y la vida de todos estos mundos. Puedo seguir viviendo aventuras, pero ya nada va a devolverme la magia que lo envolvía todo en la primera visita, hace muchos años. Ya solo queda el recuerdo de un universo que no existe, que probablemente nunca existió, pero en el que yo viví. Que yo creé.
Y día a día, al echar mano de cada cartucho, dudo. Dudo si ponerlo en la consola y encenderla, porque sé que en el momento en el que lo haga, abro la puerta a que todo se pierda. A que todo desaparezca y se esfume.A que todas las hierbas, las flores, los animales, los sonidos y las historias que empaqueté de pequeña, se evaporen.
Ojalá algún día pudiese volver a esas tierras. De momento, todo queda guardado en mi memoria. Allí, nadie puede quitármelo.