Bioshock (2007, Irrational Games), como tantos otros juegos, insinúa más de lo que ofrece. Pero en su caso, gran parte de su atractivo está localizado en esas insinuaciones y no en lo que el jugador acaba jugando: un First Person Shooter (FPS a partir de ahora) mediocre con una ambientación y núcleo argumental brutales.
Nota: Este texto se publicó originalmente en el número 10 de la revista Presura.
Así, Bioshock coloca al jugador en la primera planta de un edificio y le permite ver el el resto de pisos del rascacielos del mundo creado por Irrational Games a través de los suelos de cristal, pero sin que exista la posibilidad de alcanzar esos pisos. No se puede ir a ningún lado más allá de los pasillos que, uno a uno, por riguroso orden, se nos colocan delante, llevándonos de la mano. No hay más atisbo de libertad que en la propia mente del jugador tras recoger los recuerdos y los sueños de otros, en forma de grabaciones y recortes de periódicos. Otros que vivieron en una realidad diferente en el mundo de Kevin Levine (Flushing, Nueva York, Estados Unidos, 1966). En la plenitud del mundo de Rapture. O eso nos cuentan.
La aventura y la careta de FPS – muy de circunstancias – se antoja, a la postre, como un efectista macguffin. La epopeya del protagonista, los Big Daddy, hasta las little sisters, todo parece orquestado para justificar la naturaleza de videojuego y dar algo que hacer al jugador mientras recorre los escenarios. El verdadero atractivo de Bioshock, lo que nos mantiene en tensión, es la ciudad. Rapture roba el show. Pero no el que se puede jugar, sino el que se insinúa, el que se monta en la cabeza del jugador con el propio Levine colocando, uno a uno, los muebles, las calles, las personas, provocando una extraña sensación melancólica por los tiempos en los que, presuntamente, Rapture brilló más que un sol.
Una utopía a la que el jugador llega tarde, cual cita con la mujer de nuestros sueños, plantándonos en la ya decrépita ciudad submarina, desconocida en ese momento; amamos Rapture porque es imposible no amar a la chica con el corazón roto, mientras llora en nuestro regazo, susurrando sus recuerdos idealizados de los tiempos en los que su vida estaba llena de días de vino y rosas. La utopía de Ryan acaba convirtiéndose en el lugar en el que el jugador, ebrio de recuerdos de otros y sometido por una banda sonora tan maravillosa como hipnótica, querría estar. Aunque ese lugar no haya realmente existido.
Curiosamente, el primer contacto del jugador con Rapture en su apogeo no es ni en el primer ni en el segundo Bioshock, sino en otro juego de la franquicia: la utopía se vuelve real en Bioshock Infinite. En formato DLC, la ciudad, en su plenitud, me decepcionó profundamente. Era soporífera. Sin la agitación de la Rapture post guerra civil, no tenía sentido para el jugador. A la postre, Rapture necesitaba existir simultáneamente en dos dimensiones para resultar completa. Así, Rapture, en su apogeo, únicamente brilla en el imaginario del jugador. Estando bajo el embrujo del utópico lugar y Levine, el jugador llega a idealizar el carismático emplazamiento, produciéndose una aparente contradicción: el enfrentarse a la mundanal implementación del mundo de Andrew Ryan es un jarro de agua fría, porque no hace justicia a lo que hemos idealizado. ¿Cómo podría?
Bajo mi punto de vista, Bioshock Infinity nació en parte para cubrir la imposibilidad de contentar al jugador con una implementación del imaginario de la plenitud de Rapture. Columbia es fascinante, maravillosa, y guarda incontables similitudes con la visión de Ryan, pero, a su vez, es lo suficientemente diferente como para volver a capturar la imaginación del jugador. Donde Rapture sugiere, Columbia muestra. Levine recurre a una nueva localización para cubrir el cupo de la franquicia de mostrar un lugar en pleno apogeo.
El creador, como diseñador de juegos, tiene clara una realidad que quizá escapa del jugador que se deja atrapar de buenas a primeras por el lore de Bioshock: sin conflicto no puede haber juego. Una Rapture en paz no tiene justificación como título, más allá de como recurso argumental del imaginario. Situar al jugador en un remanso de paz no funciona a nivel jugable.
Es el mismo problema al que se enfrentan las franquicias, ya sea en formato de videojuego, película o serie, cuando estas están protagonizadas por el superhéroe de turno. Sin dificultades en la trama no hay historia. A pesar de que la fantasía de una supremacía a nivel de poder sin rival es atractiva, en la práctica se demuestra como incapaz para sostener una ficción.
En Star Wars: Force Unleashed (2008, LucasArts), en la primera fase, controlamos a un todopoderoso Darth Vadder, en un ejercicio en el que la desarrolladora pone al jugador en la piel del villano para que experimente por si mismo qué es lo que significa ser un todopoderoso Jedi. Esta experiencia, magistralmente planteada, sirve de anticipo a venideras fases del juego, en las que el propio personaje protagonista podrá disfrutar de esos mismos poderes. Pero si durante el juego contáramos con ese poder, Force Unleashed, además de un paseo, sería simplemente un campo de pruebas, no un videojuego.
Demon’s Souls, los Dark Souls y Bloodborne demuestran que la fórmula diametralmente opuesta sí que es un planteamiento a nivel de diseño viable; viendo los resultados, y con una valoración ventajista, incluso podría calificarse como genial.
El situar al jugador y a su personaje en clara inferioridad de condiciones, incluso en ocasiones en situaciones en las que no parece haber escapatoria, funciona. Las obras de From Software, como ya lo hicieron los titulos de los salones recreativos más competitivos, sirven de perfecto ejemplo que el reto es un dulce que atrae al jugador, al menos para determinado sector. La decadencia de Rapture, en un paralelismo imposible, es también atractiva porque sugiere una época mucho más brillante aunque nos sitúe en plena decadencia. Inconscientemente, no queremos vivir la plenitud, sino echarla de menos, aunque realmente nunca la hayamos experimentado.
Es curioso – y algo deprimente – que el embrujo o el atractivo de Rapture sean, a la postre artificiales, más allá de alicientes tangibles como la gran ambientación y estética o de mecánicas de FPS de circunstancias, pero a la vez es fascinante que un diseñador sea capaz de enamorarnos, literalmente, con algo que únicamente nos enseña a retazos. Y nosotros, como si fuéramos niños, intentamos completar un puzzle que, irónicamente, gusta más cuantas más piezas le faltan.