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Artículo: Patapon y el videojuego emocional

Patapon

Nadie escapa al vínculo emocional que supone jugar a un videojuego. El jugador descarta, recuerda, rechaza o admira los títulos que le han marcado en su vida por un simple motivo, somos incapaces de desvincular nuestra emoción de aquello que estamos consumiendo.

El videojuego, por tanto, no escapa a ese vínculo emocional, jugamos según sea nuestro estado de ánimo y recordamos algunos títulos con más o menos aprecio según los sucesos de nuestra vida.

Posiblemente existan muchas divergencias si realizamos un sondeo sobre la clasificación del mejor juego, del juego que más te ha marcado, aquel que le guardas especial cariño o incluso aquel que has llegado a odiar. La edad, la experiencia, el momento, la compañía, el contexto y muchos otros factores son variables que influyen para que el resultado final sea completamente distinto. Y así, casi sin saberlo, Patapon se apoderó de mi vida.

Casi no recuerdo como Patapon llegó a mis manos, seguramente, como muchos, después de una recomendación ajena de alguien sabedor que siempre voy en busca del título que sea capaz de sorprender mi dispersa atención. El hecho es, que como otros tantos, formó parte del atrezo de mi estantería durante varios meses. Allí ocupando su lugar a la espera de encontrar el momento idóneo para ser catado. El hecho de jugar tiene mucho de encontrar el momento ideal, así que Patapon debió esperar a que me acabase el enésimo “shooter”. Eso sí, previamente, lo probé y en mi recuerdo perdura la sensación de saber que aquello tenía que ser observado con otro prisma; de forma más sosegada.

Patapon llamó mi atención por la fórmula bajo la que se presenta. Esa apariencia de título sencillo esconde un videojuego complicado, cuya mecánica divierte a la par que desespera. El juego marca el ritmo – nunca mejor dicho – y es en ese “Pon Pon Patapon donde el jugador se ve atrapado. Nuestros guerreros se mueven no sólo si acertamos la combinación de botones si no que ésta se haga al ritmo adecuado. Y en ese justo instante decidí que necesitaba unos auriculares para evadirme de toda realidad. Por instantes establecí un vínculo extraño, mis pies marcaban el ritmo que acompasaba el ataque de mis pequeños seguidores. Me sonreía cuando gritaban “Fever” y sus ataques eran más agresivos y espectaculares. Mi cabeza se sincronizaba con cada pulsación de los botones y por un instante, me descubría mascullando y maldiciendo al no acertar por haber perdido el ritmo. Ya no había retorno, me sentía atrapado por aquel pequeño mundo donde además debía gestionar los recursos de mis seguidores.

El aspecto visual de Patapon llamó mi atención por simple, sabiendo aprovechar sus líneas definidas y sus vivos colores. Un estilo que quizás suaviza la experiencia y provoca que el jugador se sienta cómodo en un mundo donde los guerreros al fin y al cabo, van a la guerra una y otra vez. No importa, nunca me pregunté si a aquellos que quería derrotar en realidad eran como los indios americanos pasados por el distorsionado filtro de las películas de western. Los quería vencer, quería someterlos a mi yugo, bajo mi propio ritmo. Quería que mis Patapon gobernasen mi mundo para así sentirme poderoso. Reitero que el videojuego tiene mucho de emocional.

Y allí, mientras cuidaba a mis acérrimos seguidores, mientras gestionaba mi próximo ataque y mientras sonreía, mascullaba, gritaba o ritmoteaba pasaban las horas casi sin darme cuenta. Pasaba la gente a mi alrededor y yo casi la ignoraba. Me daba igual, mi pie seguía con ritmo acompasado y mi cabeza sólo hacía que moverse en tanto golpeaba los botones. En una de mis pocas miradas de reojo atisbe ver a alguien mirándome sorprendido o incluso absorto en mi partida. Me daba igual, había alcanzado mi propio Nirvana. Y entonces, en ese momento clímax, decidí romper con todo y terminé con la experiencia. No por aburrida, no por dejar de ser interesante, sin embargo, decidí poner fin a Patapon.

Repito, los videojuegos tienen mucho de emocional, existe un videojuego para cualquier momento de nuestras vidas. En mi caso, en este particular, mis pequeños guerreros me ayudaron a superar las horas y horas, atrapados en un box de hospital mientras mi mujer estaba siendo monitorizada. Seguramente, el día que compré Patapon y decidí dejarlo en la lista de pendientes de mi estantería, no fui consciente de lo que significaría en mi vida. Lo cierto, es que dejé de jugar a Patapon en el momento justo. La experiencia me ayudó a vencer el tedio de las horas muertas en el box de aquel hospital. El videojuego tiene esa capacidad vincularse con los sentimientos del usuario. Se queda guardado en nuestra memoria y se recupera de forma instantánea a la mínima referencia.

El videojuego, como la música, como las películas, sabe hacerlo. Trasportan al usuario al momento preciso de ese recuerdo grabado en un momento entrañable y único de nuestra historia. Dejé de jugar a Patapon, apagué la consola, la guardé y pocas horas después – y tras una exitosa cesárea – cambié a mis pequeños seguidores por mi primera hija. ¡Fever!

Daniel del Olmo
@laocoont

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