Enfrentarse a un nuevo Mario es algo que me acojona profundamente. Pocas franquicias se han ganado tanto mi respeto como la del bigotudo italiano. Zelda, GTA y The Elder Scrolls comparten ese dudoso privilegio de sustituir la excitación por una responsabilidad tremenda.
Cuando juego a un Mario nuevo no es como jugador, es como estudiante. Como alguien que asiste a una clase magistral y corre el riesgo de verse incapacitado de comprender tanta genialidad. Super Mario Odyssey (aquí y aquí nuestros análisis) no ha conseguido enamorarme perdidamente pero reconozco en él el mejor Mario desde Super Mario Galaxy, que ya es decir. Es cierto que tiene maneras de Mario Sunshine, uno de esos juegos rebeldes que de tanto en tanto saca Nintendo, pero los acabados son All-Star.
Super Mario Odyssey es, sin ninguna duda, uno de los baluartes de Nintendo Switch, esa consola que ha hecho olvidar los tiempos en los que se dudaba de si La Gran N seguiría teniendo algo que decir en cuanto a sistemas de sobremesa. Variedad de situaciones y, sobre todo, una sensación de estar jugando a algo diferente convierten al último Mario en uno de los más serios aspirantes a hacerse con el GOTY 2017 de AKB.
Sólo por este y por el Zelda ya me jode no tener una Switch, pero ya he comentado que no me gusta nada la máquina.
Cada semana salen un porrón de maravillosos indies y no indies.
A mi cada día me gusta más y sobre el Zelda, aún lo sigo jugando tras tantos meses.
Hombre. por supuesto que más juegos habría que me interesasen aparte de los dos mencionados, pero ya digo que la máquina no me mola nada.