Hace unos años, en mi streamer-era, tuve la suerte o desgracia de toparme con Getting Over It, un juego satírico donde manejabas a un hombre semidesnudo (al menos lo que se ve), metido en un botijo gigante y armado con un martillo que no usaba para romper o dañar, sino para moverse.
Este análisis contiene spoilers del juego.
Esa mecánica de movimiento extraña y complicada creaba una experiencia donde la habilidad se desarrolla desde el minuto uno. Y me recordó al instituto. En el auge de los minijuegos (en la web homónima) había un juego que generaba las mismas sensaciones muchos años antes. Moverse era el desafío; el resto, decorado.
QWOP era de esos juegos a los que ibas en la clase de informática, el juego con el que competías con tu amigo mientras merendabais un bocata de Nocilla. Un minijuego desafiante del que, personalmente, no pude pasar de los cinco metros. Un juego en el que, mediante cuatro teclas (la Q, W, O y P), controlabas a un atleta durante una carrera o, más bien, sus piernas, porque lo demás se dejaba a la física y la gravedad.
Estas dos filosofías de diseño hicieron que Bennett Foddy (desarrollador de ambos títulos) se juntase con Gabe Cuzzillo y Maxi Boch (ambos desarrolladores de Ape Out) para trabajar en un nuevo proyecto en el que seguir un camino tortuoso controlando solo las piernas.
Baby Steps
Baby Steps, desarrollado por Bennett Foddy, Gabe Cuzzillo y Maxi Boch, es un Walking Simulator pero entendido como un simulador de verdad. Cuando se estableció este género, se le quiso dar un tono peyorativo para describir el tedio en un juego en el que solo andas y, sin otros elementos más que interactuar con un par de cosas, la narrativa se desarrolla durante ese camino.
Ese tipo de historias, basadas en recorrer un escenario, llegaban en un momento en que el público general buscaba más realismo, más mecánicas. Como contraposición, cual cal cuando aparece arena, llegó lo contrario. Ni puzles, ni combate, nada… solo caminar.
Desde este punto de partida encontramos a un personaje, Nate (treinta y tantos), que es teletransportado desde el sótano de su casa (lugar oscuro, con sus padres discutiendo de fondo) hasta un mundo fantástico, al pie de una montaña.
Pensarás, querido lector, que el objetivo es subir a lo alto de dicha montaña. En un principio, no. Tu primer objetivo es saber cómo $-%@as puedes moverte. Aquí llega la parte de simulador. Nate, en su pijama de una pieza, tiene la habilidad de levantar las piernas, moverlas hasta donde alcance y, así, una tras otra, echando su peso hacia delante, puede avanzar.
Después ya depende totalmente del terreno. Hay suelos seguros, donde puedes descansar las manos y la mente como jugador, y Nate las piernas. Hay suelos semirresbaladizos, en los que la pisada se vuelve táctica y te conviertes en una máquina de analizar el terreno hecha persona, midiendo cada paso al milímetro desde el talón hasta los dedos de los pies. Cada paso importa, y el juego sabe cómo tratar la progresión de una forma tan fina que te plantea un desafío y, posteriormente, un momento de andar tranquilamente.
Uno de los miedos que tenía, habiendo jugado a Getting Over It, era cuán punitivos iban a ser estos desafíos. El juego del calvo en el pote era imperdonable, un juez vengativo que te castigaba de forma que, al mínimo fallo, tuvieses que volver a empezar si una colisión no iba como debía o como buscabas. Ahora, con el salto al 3D, se aumenta un eje de movimiento, pero también un eje donde poder fallar.
En este sentido, el guardado funciona en varias capas: la primera, la de los puntos de control, hogueras en las que avanzar la historia y conseguir un guardado como tal; la segunda, la del propio nivel, en que cada «fase» de la montaña se convierte en una especie de mapa cerrado en el que si vas hacia un lado vuelves por el otro (muy útil cuando estás perdido o quieres explorarlo todo), yendo de la mano con el punto de control previamente mencionado; y por último, la del propio desafío.
Cada desafío, entendido como un conjunto de obstáculos antes de un descanso, busca que prestes atención a lo que estás haciendo, dándote espacio para probar distintos caminos y, en ocasiones, obligándote a tomar otros. Cada vez que me he caído después de media hora de ver por dónde piso para subir una pared, el juego te recoge y te dice «por ahí no, muchacho», o ves a lo lejos algo que destaca y oyes un «prueba por este otro lado». Esa recompensa, incluso en el fallo —ese «no pasa nada por fallar, hay muchos caminos para llegar al mismo sitio»— ha resonado muy fuerte conmigo y me ha hecho adorar este título.
Pero no solo puedes andar: también puedes coger objetos del suelo, estirándote sin doblar ni medio ángulo de rodilla, tieso como una piedra, creando un riesgo (te puedes caer al más vacío de los abismos) para conseguir una recompensa (un sombrero chulo… que se te puede perder cuando caigas).
A este «goofyness» se le añade la banda sonora, compuesta por sonidos de la naturaleza al ritmo de graznidos o gotas, para crear una melodía parecida a los primeros dibujos del ratón de Disney. Una música tan cómica como caótica y que, personalmente, tuve que bajar dos tonos porque me generaba tensión mientras intentaba concentrarme para no tirar a Nate por un barranco.
El último añadido a la locura y la chanza son las situaciones y personajes que, además de en las hogueras, también encuentras en tu camino. Conversaciones incomodísimas con personajes muy pintorescos y una localización excelente para poder trasladar los chistes del inglés y, en algunos casos, mejorarlos.
Por qué
Baby Steps no es solo un título de comedia. Debajo de la gracia que les hacía a los desarrolladores cómo Nate se movía, he encontrado un sentimiento que siempre he oído mencionar en otros juegos.
Cuando juegas a un Dark Souls (por poner un ejemplo y simplificar el término «juego difícil»), se te despoja del control y las almas, volviendo a la hoguera y teniendo que repetir un arduo camino que tienes que acabar aprendiendo para superarlo sin problemas. Esto está bien en su contexto, pero no es para mí (aunque luego los disfrute por otros aspectos).
En Baby Steps, cada «muerte» es blanda. Una derrota mullida que te hace rebotar hacia otro camino. Te frena, te obliga a relajarte y a reconsiderar tus decisiones recientes. Son pequeñas lecciones de vida enfrascadas en la cagada de pisar el barro inestable, del que ya conoces su inestabilidad, pero aun así te creas conexiones mentales que te hacen creer que puedes lograrlo pese a la experiencia previa (como pasa en la vida), como también ocurre con los souls, pero sin el muro de un jefe final.
Y esta manera de superarse a sí mismo, mediante un sistema que sentí más justo, encaja con la propia historia de Nate. Desde su cueva, desde su sótano, es obligado por la vida a estar en un espacio fantástico que lo saca totalmente de su zona de confort: su sofá, su bong, su tele, sus padres gritando, su miserable vida. Del «útero materno» al mundo. Un segundo renacer. Una segunda oportunidad.
A partir de ahí, y desde la primera interacción con otra persona o ser, nuestro protagonista no sabe cómo interactuar con los demás, creando situaciones muy incómodas. Quiere agradar tanto que se olvida de sí mismo y se aleja de las cosas que le pueden ayudar en este nuevo mundo. Pero cuando empieza a reflexionar sobre sí mismo, cuando toma consciencia de quién es y de su posición para con los demás, es cuando empieza a cambiar.
Vemos cómo la incomodidad, la locura y el slapstick pasan a una nueva capa en la que se incrustan en el viaje de Nathan y le ayudan a avanzar. Son parte de él y, en lugar de querer ser otra cosa, las acepta. Vemos cómo puede mantener conversaciones más fluidas, cómo se rebela, cómo acepta ayuda; en definitiva, cómo madura.
Sabía que el título me iba a llevar a aquella película de Bill Murray donde, cuando el psicólogo le dice «pasitos de bebé» para superar el mundo, su asunción literal crea la comedia y, a su vez, ayuda al personaje. Un personaje más o menos inocente, vulnerable e incluso odiable (en la película por su psicólogo, en Baby Steps por mí al no responder o rechazar ayuda), pero que se supera y llega al final.
También llegamos a ver cómo su lugar de origen evoluciona. Cada checkpoint es otro paso más, y desde la pena (o alegría) de los padres por haber desaparecido su hijo, convierten el sótano, la cueva de Nate, en otra cosa. Ellos también han tenido su proceso, también han tenido que vivir con la azarosa vida.
He tardado mucho en escribir estas palabras porque, mientras encajaba en esa especie de moraleja, golpeándome como un gancho en la boca del estómago, también he querido disfrutarlo poco a poco. Es un juego donde andar es satisfactorio, donde el paseo, aunque atado al contexto corto que es la historia, es revitalizante, y la alternancia entre concentración y relajación, entre desafío y contemplación del escenario, cubre toda la experiencia para darnos un meme con significado. Una tragicomedia barroca contemporánea. [80]

