La Libertad está sobrevalorada, al menos en los videojuegos. Tengo la firme convicción que un videojuego que te lleva de la mano de principio a fin, en un entorno cuidado, controlado y diseñado para sorprender y provocar al jugador me hace mucho más tilín que otro en el que se te arroja a un parque de arena con un cubo y una pala.
Nota:a la hora de escribir este texto llevo jugadas unas 10 horas de juego, la mayoría de ellas invertidas en recorrer Hyrule a mi bola
Arrancando las señas de identidad
Pocas sagas han acompañado al jugador con más cariño y cuidado que los Zelda. Pero los tiempos cambian, y hasta en Kyoto se mira más allá de tradiciones para intentar renovarse o vender menos que Wii U morir. Y joder con la renovación. Breath of the Wild es un Zelda diferente a todo lo que había jugado hasta ahora con Link de protagonista hasta el momento. Cualquier parecido con el status quo de la saga es casi pura coincidencia. Quizá Ocarina of Time sea la referencia más cercana en cuanto a revoluciones en la franquicia, pero, más allá de valoraciones del impacto de cada juego, este capítulo puede considerarse, muy posiblemente, como la nueva vara con la que medir los Zelda en cuanto a sus episodios de sobremesa, el título con el que comparar a los juegos venideros. Y eso son palabras mayores.
Es difícil detallar todas las sensaciones que me está transmitiendo este Breath of the Wild. Hay muchísimos sandbox brillantes, incluso geniales. Ahí está Rockstar, capaz de crear mundos tan increíbles – o mejor dicho creíbles – como GTA V o Red Dead Redemption. También Bethesda, con The Elder Scrolls: Skyrim o Fallout 3. Pero Nintendo parece interpretar el concepto de sandbox de una forma algo diferente: si bajas la guardia, como jugador, acabas creyendo que no hay límites, de que el mundo está ahí para que lo explores. Que no hay carriles. Que la pantalla no es sino una ventana a Hyrule.
Un mundo sin límites
Hay un momento que para mi ha sido crítico: descubrir que podía escalar casi cualquier cosa. Eso te permite trepar muros o montañas, recursos habituales en el diseño de juegos para crear paredes invisibles y limitar, de forma más o menos creíble, el tamaño del área de juego. Darte cuenta que las paredes tradicionales no son tales ha sido un shock que me está costando asimilar. Aquí las reglas cambian y las limitaciones o barreras son relativas.
Breath of the Wild huye de esta decisión de diseño y desafía al jugador: técnicamente puedes ir donde quieras, y los límites no vienen impuestos por el desarrollador, sino por la habilidad con la que el jugador controla a Link, el héroe. O eso parece. Claro, es un engaño, por mucho que te parezca que puedes ir directamente a darle 4 hostias al jefe final necesitas un objeto para poder abandonar el área inicial. Un área que sirve de toma de contacto con el juego pero que no es capaz de adelantar lo que te vas a encontrar al salir de ella. Como si fuera un jardín de infancia, la aventura comienza a revelarse al salir de él. Por mucho que me gustaría criticar a Nintendo, lo cierto es que, a toro pasado, veo claros los motivos que les han empujado: no querían provocar vértigo al jugador.
¿Quién quiere despertarse cayendo por un acantilado? Por mucho que te guste el puenting, necesitas una preparación mental, estar predispuesto a tirarte, etc. Si Zelda arrancara contigo en medio de Hyrule más de uno, yo el primero, se acojonaría muy fuerte y no podría digerir tamaño espectáculo, tanta grandiosidad. En videojuegos he experimentado varias veces el Síndrome de Stendhal: el ser incapaz de reaccionar ante lo que me parece un juego sublime, saturado por sus aparentes posibilidades. Me pasó con Skyrim, un Monumento, una Catedral hecha videojuego que, en perspectiva, difícilmente podrá ser igualada. También me pasó con otro título, en esta ocasión de lucha: Soul Calibur. Era incapaz de concentrarme en la lucha, su virtuosismo técnico me dejaba absolutamente extasiado. Con Breath of the Wild podría haberme pasado algo similar, pero Nintendo, magistralmente, dosifica la dosis de impacto. Y eso que también, muy posiblemente, sea un título que se desprende de muchas de las características que definían la saga de Link.
Un mundo mágico
Hyrule nunca se ha visto así. Ni tan siquiera en Ocarina of Time, el primer Zelda 3D, que tan brutalérrimo en su momento. La sensación de vulnerabilidad, de que quizá realmente no estamos a la altura de la Leyenda, es constante. Somos una insignificante hormiga en un mundo gigantesco, no un héroe todopoderoso, y como tal tenemos que luchar cada centímetro de nuestro camino, empezando tan abajo como aprender a andar.
Si algo demostró No Man’s Sky es que el contenido es lo que acaba sosteniendo a un videojuego. Y ese contenido, hasta que la tecnología no avance lo suficiente, no debería generarse con funciones procedurales, sino con amor y buen gusto. La formula está clara pero es terriblemente costosa. Por eso imagino que son pocas las empresas que se aventuran en juegos de mundo abierto, y muchas menos las que consiguen crear algo remarcable. Creo que tan solo Rockstar es capaz de bordarlo. Bethesda lo hace muy bien, sí, pero es otra historia lo que proponen. Nintendo, en mi opinión, se acerca más al concepto detrás de juegos como Skyrim, pero da la sensación que, además de abrirle bastantes más puertas, se quiere cuidar más al jugador y no se le acaba de abandonar por completo. Y se agradece. Sí, escalar una montaña random mola, pero mola más si alguien ha tenido en cuenta que habría algún jugador que iba a querer hacerlo y se ha colocado un premio para el aventurero.
Recuerdo con cariño inmenso Zelda a Link to the Past – disfruté como un enano su inesperada secuela a Link Between Worlds. Su espíritu de cuento para niños me recuerda, en perspectiva, al carácter opuesto de el libro de El Hobbit con respecto a la trilogía de El Señor de los Anillos. Yo siempre he sido mucho más de El Hobbit, por ser un cuento de hadas en el que nada le podía pasar al bueno, que estaba predestinado a una gloria mayor. Este Breath of the Wild, en cambio, es mucho más profundo (que no oscuro): es la quest de un Link más Frodo que nunca, más indefenso pero a la vez más decidido y aventurero. Nada de una aventura on rails, ahora todo recae en el espíritu y voluntad del héroe.
El paralelismo de la lectura se extiende al ansia de descubrimiento mientras recorres el mundo virtual más abierto que recuerdo, equiparable al hambre por pasar a la siguiente página. Juego a Breath of the Wild como un niño que está descubriendo la Navidad por primera vez, como aquel que se asoma por debajo de las mantas a medianoche escudriñando la oscuridad para aclarar si Papa Noel ya ha dejado los juguetes. Por eso me da tanta rabia cuando veo tweets o artículos de revistas destinados a desvelar cosas que deberían estar destinadas a la experiencia personal de cada uno, al camino del héroe. Sí, más allá de reflexiones sobre el sandboxismo, alabo el carácter de Aventura con mayúsculas de Breath of the Wild.
Sensaciones hasta ahora
De momento Breath of the Wild no me está pareciendo ese juego perfecto que parece que todo el mundo ve en él, pero con lo enorme que es creo que sería injusto si intentara encontrar un veredicto a estas alturas. No creo que sea lo mismo un juego lineal que este sandbox gigantesco. Veremos cuánto tardo en considerar cerrado mi enésimo regreso a Hyrule.
Si quieres saber más de lo que Zelda Breath of the Wild está provocando en nuestra redacción, échale un vistazo a las primeras impresiones de Edu aquí en AKB.