Cuando un creador con cuatro décadas de oficio aterriza en una ciudad, no lo hace solo: lo acompañan sus criaturas, sus sistemas, sus mundos. John Romero —quien firmó, junto a id Software, algunos de los cimientos más robustos de la historia del videojuego— ha llegado este fin de semana a Madrid.
La excusa, el Salón del Videojuego de la capital. Tiene stand propio, firmará, conversará, venderá memorabilia y, sobre todo, hablará: sobre diseño, sobre historia, sobre videojuegos en letras mayúsculas.
Pero más allá del evento, su visita invita a revisar algo más ambicioso: la trayectoria de un artista cuya influencia se ha vuelto tan ubicua que resulta casi invisible, como una infraestructura que ya nadie cuestiona. ¿Cómo se mide el impacto de alguien que ayudó a inventar un lenguaje?
1. Una biografía hecha de impulso y oficio
Romero nació a mediados de los sesenta, pero su carrera comienza realmente en la década de los ochenta, en la órbita de los ordenadores domésticos. Si hoy hablamos de “indie” como categoría estética y comercial, Romero vivió esa condición cuando ni siquiera existía la palabra. Sus primeros proyectos —programados en solitario, distribuidos en revistas de la época— hacen visible un rasgo que no abandonaría jamás: la convicción de que el videojuego es, ante todo, velocidad. No solo velocidad de juego, sino del pensamiento, de prototipado, de iteración.
Ese impulso lo llevaría, ya en 1991, a cofundar id Software, un estudio que cambiaría el medio en el sentido literal del término: modificó la técnica, la estética y la industria. Desde Commander Keen, un plataformas de scroll suave que parecía desafiar las limitaciones del PC, Romero se movió hacia territorios cada vez más arriesgados y veloces. En Wolfenstein 3D y, sobre todo, en DOOM, la velocidad se convirtió en principio filosófico: cada acción debía responder al jugador como un músculo propio.
Mirado con perspectiva, aquello no fue solo ingeniería: fue una toma de postura artística.
2. DOOM, Quake y la invención del shooter moderno
La fórmula DOOM —mapas intrincados pero legibles, ritmo sostenido, retroalimentación sonora y visual, control preciso— no surgió de la nada. Fue una apuesta por convertir al ordenador personal en una máquina de acción, cuando aún se consideraba a este un terreno incómodo para lo arcade.
Romero, a menudo caricaturizado como la mitad más impulsiva del dúo que formó con John Carmack, entendió antes que casi nadie que el jugador quiere agency, libertad para equivocarse rápido y corregirse aún más rápido. Ese entendimiento cristalizó en Quake (1996), título que no solo llevó al 3D verdadero al terreno del shooter, sino que generó una cultura entera: la de los modders, speedrunners, mappers, clanes y servidores privados. Si hoy hablamos de ecosistema comunitario, Quake fue uno de sus grandes laboratorios.
El mérito de Romero no se explica solo por lo que diseñó, sino por lo que desató.
3. El creador como figura cultural
Muchos diseñadores brillantes han sido, paradójicamente, invisibles. Romero, no. Siempre abrazó la dimensión pública —a veces para bien, a veces con fricciones— y eso lo convirtió en un personaje cultural más allá de sus obras. Su carrera posterior, con éxitos desiguales y proyectos tan discutidos como Daikatana, demuestra algo que rara vez se subraya: los pioneros pagan peajes que los continuadores no tienen que pagar.
Pero lo interesante hoy no es juzgar su trayectoria con la lupa de la perfección, sino entender cómo su figura ayudó a moldear la percepción del diseñador de videojuegos como autor, como agente creativo con voz propia. En un momento en el que la industria es cada vez más corporativa, Romero sigue recordando que los videojuegos también nacen del gesto individual, de la obstinación y la intuición.
4. La relevancia de su llegada a Madrid
Que Romero participe en el Salón del Videojuego de Madrid puede parecer un gesto ceremonial, un encuentro entre un icono y sus admiradores. Pero es también una oportunidad intelectual: una invitación a mirar dónde comenzó todo para entender hacia dónde vamos. En un evento que reunirá más de 6.000 metros cuadrados de historia, industria y comunidad, su presencia aportará un raro hilo conductor entre pasado y presente.
El público podrá llevarle juegos, objetos, anécdotas; él, por su parte, traerá otra clase de firma: la de un creador que ayudó a definir cómo se juega, cómo se programa y cómo se piensa un videojuego. Y esa firma, a diferencia de la tinta, no se borra.
5. ¿Qué queda hoy del legado de Romero?
Cuesta imaginar el videojuego contemporáneo sin la sombra de DOOM: desde los boomer shooters que revitalizan la estética noventera hasta la arquitectura modular de los motores modernos; desde los eSports hasta la cultura mod. La huella de Romero no reside tanto en títulos concretos como en la idea de que el videojuego puede ser simultáneamente accesible y profundo, rápido y estratégico, técnico y visceral.
Su visita a Madrid no es, por tanto, un acto de nostalgia: es un acto de arqueología viva. Una oportunidad para observar cómo uno de los grandes arquitectos del medio sigue dialogando con un presente que, en buena medida, él contribuyó a hacer posible. Y con él, la posibilidad de asomarnos a una historia que aún se escribe cada vez que alguien pulsa Start.
Almudena Anés (Linkedin) es una narradora española especializada en arte, videojuegos e identidad. Trabaja desde la escritura para indagar la fragmentación y el simulacro.



