Una de mis sagas favoritas volvió hace pocos meses a nuestras consolas tras una ausencia del doble de lo que nos tenía acostumbrados. Ubisoft prometió desatascar Assasin’s Creed con Origins, y en mi humilde opinión lo consiguieron. O casi.
La serie llevaba demasiados años y entregas repitiendo exactamente la misma fórmula jugable cambiando solo la ambientación y argumento. En el último episodio, afortunadamente, encontramos novedades como el águila que nos acompaña, que nos permite planificar nuestros asaltos (o podemos ignorar al pájaro y entrar directamente a matar).
El nuevo inventario gigantesco, pero sobretodo el árbol de habilidades nos permiten dosificar el acceso a las nuevas habilidades de combate, el sistema quizá más importante en la saga dado que, con sigilo o sin él, acabamos matando a cientos o incluso miles de enemigos. Junto con esto, los niveles de nuestros adversarios permiten también controlar, quizá no con mucho éxito, el acceso a las diferentes áreas del nuevo mundo abierto. Aún así, el clásico recurso de las zonas fuera de los datos disponibles para el Animus sigue siendo usado.
Es precisamente la incursión en este género lo que le da al juego los mejores añadidos y el peor inconveniente: por un lado, un mapa tan descomunal permite a una aventura con tan marcado componente histórico desarrollarse hasta límites insospechados, incorporando multitud de personajes, objetos y lugares reales. Y esto se plasma en una cantidad de lugares que descubrir, misiones secundarias y coleccionables completamente abrumadora.
Por otra parte, en un afán quizá desmesurado por incluir la mayor cantidad de contenido y objetivos posible, Origins acaba cayendo en la temida monotonía, una de las mayores lacras de la saga: cierto es que si no queremos hacer el 100% del juego este no será seguramente un problema tan grave, pero cuando se sufre del más mínimo nivel de OCD (servidor) y no podemos evitar descubrir las áreas a nuestro alrededor a pesar de saber que no son necesarias para la campaña, encontrar el enésimo campamento enemigo o perecer por decimocuarta vez a manos de los bosses que pululan por el mapa (los Phylakes) es bastante frustrante.
Otro problema que ha acompañado a la serie en varias entregas es la falta de consistencia entre los momentos importantes, y en Origins sigue presente. Varias misiones (incluidas sus introducciones y desenlaces) son muy épicas, pero precisamente la recta y el enemigo finales no lo son, hasta el punto de que tienes que acordarte de que estás luchando el último combate de la campaña porque el rival se desveló -casi con desgana- como la mano que mueve los hilos unas pocas secuencias atrás.
Esta falta de energía en los que deberían ser momentos impactantes también ocurre durante las secuencias que narran la historia en Assassin’s Creed Origins; más de una vez me encontré muy negativamente sorprendido y confundido al ver que un acontecimiento trascendental para la historia del juego o incluso de toda la saga transcurre casi sin atención, conflicto o interés ninguno. O directamente contradiciendo lo narrado anteriormente. Estas escenas anémicas y lo precipitado del final del juego son para mí otro de los males de la saga.
En suma, Assassin’s Creed Origins es un gran juego que disfruté como aficionado a la serie, pero que quizá no fue todo lo rompedor que Ubisoft nos hizo (y nosotros quisimos) creer que iba a ser. Puedes leer el análisis de AKB en este enlace.