Qué poco que me había gustado Dishonored cuando lo vi en la Gamescom. Lo que yo vi: un Assassin’s Creed wannabe una estética que no acababa de definirse entre Bioshock y Vidocq, con una jugabilidad basada en superpoderes que convertían la experiencia de juego en un desfile de combates no balanceados. El hecho de que compartiera minutos de gloria en los monitores del stand de Bethesda con Prey 2 tampoco le hizo ningún favor: qué pintaza que tenía el gameplay, parecía un juego bueno de Blade Runner.
En cualquier caso, la experiencia de jugar a Dishonored no tiene nada que ver con las sensaciones con las que me quedé. Ni tan siquiera con algún que otro vídeo interactivo con el que Bethesda ha promocionado a su juego. Dishonored es una aventura que, en la primera toma de contacto te sabe a Bioshock, pero a la que le metes algunas horas te encuentras con una aventura con todas las de la ley. Que no te engañe la perspectiva, en Dishonored hay muchísimo más que investigar que malos a los que liquidar… o aturdir.
De lo que no ha cambiado mi percepción es la estética: parece prima hermana del juego de Kevin Levine, aunque europeizada y con un toque siniestro que le viene que ni pintado. Dishonored, eso sí, parece sacrificar el nivel de detalle por el tamaño de los escenarios o el número de elementos en pantalla. En la jugabilidad, sólo tengo que decir que las primeras sensaciones son casi inmejorables: un mundo barroco misterioso, desconocido y listo para ser explorado. Dishonored promete mucho, tanto que, seguramente, al final acabe dejando un regusto de «What if?». Pero, de momento, me ha engatusado y tiene crédito para hacer lo que quiera conmigo durante unas cuantas horas más.