La desmedida ambición : la magnificiencia y el desenlace

El videojuego nos hace grandes. Podemos ser los héroes más reconocidos, dignos de las mas enormes leyendas. Asuntos alejados de nuestra cotidianidad, elementos que nos permiten sumergirnos en otro universo. Pero, al mismo tiempo, quizá por todo aquello que queremos ser, hemos acabado contagiando de ambición a este querido medio.

Ambición

Reflexiones

Con la llegada de una nueva generación, es importante echar la vista atrás y ganar conciencia sobre aquello que hemos experimentado como jugadores/as. El medio no ha sido precisamente benevolente con su propio pasado, quizás por su juventud, quizá por las rentas que se pueden alcanzar con su sobreexplotación. Es algo que no sólo va en contra de la preservación, sino también de la celebración sobre las grandes obras que podemos disfrutar y la ambición de hacia dónde puede llegar el videojuego.

Entrando más al meollo, lo cierto es que dejamos (o, mejor dicho, vamos dejando) atrás una generación enorme. Desde prácticamente su inicio, tanto PlayStation 4 como Xbox One han dejado grandes maravillas que pasarán a la historia del medio con el paso de los años. A bote pronto, son muchas las obras que podríamos contar en esa lista histórica: Bloodborne, Ori and the Blind Forest, Hollow Knight, Sekiro, God of War, The Witcher 3… Sin embargo, la misma historia acaba haciendo su criba particular gracias a la influencia que pervive con el paso de los años.

Es curioso observar como, en cierto modo, muchas de las grandes obras del medio videolúdico han surgido de la experimentación por falta de recursos. Silent Hill, por ejemplo, recurrió a esa densa niebla como ocultamiento de aquellas zonas de menor realización por la escasa potencia. Gracias a ello, la inmersión en el ambiente terrorífico fue aun mayor. Similar a estas improvisaciones se encuentran «accidentes» por necesidades empresariales. La entrada de Hidetaka Miyazaki como director de Demon’s Souls fue un lanzamiento a la piscina colosal, con un proyecto a la deriva que acabó convirtiéndose en un éxito insospechado por el boca-oído en su lanzamiento. El proyecto que en su origen pretendía convertirse en una nueva iteración de King’s Field terminó dando una vuelta de tuerca gracias a la incorporación de Miyazaki.

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La ambición: querer ser más

El videojuego triple A ha alcanzado cotas altísimas en sus presupuestos. Los ingresos lo acaban justificando, con una industria que supera al cine o a la música. La consideración del videojuego como elemento cultural por parte de diversos estados ha propiciado que el gran público se adhiera cada vez más al medio. La innovación está a la orden del día, pues ya no se requieren años, sino meses. A todo ello se une un circuito (no tan) independiente con una popularidad y reconocimiento nunca antes vista en otros medios. La complejidad del videojuego hace que la exigencia, en no pocas circunstancias, acabe pasando factura.

Queda muy cerca como los efectos de la ambición y la necesidad de causar sensación pueden acabar en catástrofe. El ejemplo de Cyberpunk 2077 es uno más de una amplia lista de títulos que no llegaron a lo que se esperaba de ellos. Muy probablemente, se coloca en primera posición de forma destacada, incluso causando una relevante hecatombe en la industria. Pero más allá de memes, bugs y escándalos, quiza también permita reflexionar sobre lo «bueno» que trae la ambición desmedida.

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Vueltas y vueltas

A finales de 2018, Rockstar lanzó Red Dead Redemption 2. Una precuela de la primera parte protagonizada por John Marston que, en esta ocasión, deja su lugar a Arthur Morgan, un miembro importante de la misma banda en la que este militaba. Esta continuación trata de hacer pequeña a su predecesora. Más terreno, más opciones, más secundarias. Más todo. Incluso más tiempo. Su inicio se cuece a fuego lento, una pauta que se extiende a todo su desarrollo, con animaciones que requieren de movimientos pausados y verosímiles. El increíble apartado visual invita al ensimismamiento, con las hermosas estampas que consigue crear. La narrativa obtiene una profundidad insospechada, a partir de un mundo propio en el que convivir con personajes complejos, llenos de motivaciones y deseos que se descubren poco a poco.

Red Dead Redemption 2 requiere de la inmersión del jugador, entender su particular naturaleza alejada de las locuras que suponen los primeros Grand Theft Auto o, incluso, el primer Red Dead. Casi parece creer en la madurez de su público, como si existiese una transición natural entre su primer título y esta nueva obra. Aunque he hablado mucho de su detenimiento, la narración sabe en qué momento toca acelerar hasta, paradójicamente, chocar de lleno con la repetición.

El final de Red Dead Redemption 2 ocurre varias veces. La idea temática, el conflicto entre Arthur y Dutch, sigue una paulatina evolución que acaba eclosionando en una serie de misiones cuya estructura se repite. Es más, el videojuego parece acabar gritando como va acabar, como si necesitará recalcar cada uno de los problemas que han llevado a ese desenlace. Red Dead Redemption 2 acaba sobrexplicándose. Esa pausa desmedida en su inicio que daba lugar a la suposición del jugador, pasa a ser ignorada precipitadamente en un final que no lo es. Posteriormente, la acción vuelve a John Marston, tratando de contar su vida tras la separación de la banda. Un relato que vuelve a extenderse sobremanera, como si no supiera encontrar su desenlace. Contrasta en gran medida con el breve pero intenso epílogo de su predecesor, que dejaba a las claras una dinastía de violencia y brutalidad.

El cuento de nunca matar

The Last of Us Parte 2 parece reflejarse mucho en Red Dead Redemption 2. Ambas secuelas quieren alcanzar cotas inimaginables en sus primeras entregas desde un ritmo más consciente. La estructura narrativa en el videojuego de Naughty Dog es muy diferente, introduciendo elementos de tiempo e identificación con ciertas similitudes, pero que derivan hacia motivaciones muy diferenciadas. The Last of Us Parte 2 es un ensayo sobre la violencia, la separación y la consideración del otro. Un videojuego que trasciende el mismo medio, su público y lo que acaba representando. Lleno de sentimiento, con personajes ya conocidos así como con nuevas incorporaciones de gran potencia, su intención parece llevar a la polarización, a la discusión sobre su condición y sobre, al fin y al cabo, nosotros mismos.

No obstante, aunque todo queda sumamente esclarecido, su conclusión acaba quebrando sus mismos límites. Con una nueva utilización del epílogo, The Last of Us Parte 2 recalca su final, lo estrella varias veces hacia la cara del jugador. Y, desde luego, es eficaz, su última secuencia deja un poso de derrota, de cuestionamiento sobre lo alcanzado y del camino realizado. Pero para ello ha necesitado de una sobrexposición y recalcamiento constante, con falsedades que bien podrían haber sido ese mismo final. Trata de aludir al desenlace del primer título, pero queriendo ser… más.

Aprender del deseo

Es difícil delimitar proyectos tan grandes. Ya se ha podido apreciar en otros medios, con finales atropellados que contrastaban con su misma naturaleza. Poner punto final a una experiencia en la que has invertido tanto tiempo es complicado. No sólo para los creadores, sino también para aquellos que disfrutan de los productos finales.

Pero quizás es algo que todos debemos reflexionar. Para los creadores, en la forma de concepción de los proyectos, condenados a una volatilidad que no les afecta a ellos, sino a aquellos a su cargo, sobreexplotados hasta la saciedad en la búsqueda de la (supuesta) excelencia. Para los jugadores, manifestando un verdadero compromiso con la preservación de la salud que tanto denunciamos al saber de situaciones extremas, ser conscientes de los tiempos de espera como parte del disfrute que acabaremos adquiriendo, llegue cuando llegue.

 

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