Hay una nueva generación de juegos que no buscan contarte nada, sólo hacerte sentir que no puedes parar. Balatro, Ball x Pit, Megabonk, Vampire Survivors… nombres distintos para una misma idea: el bucle perfecto.
No hay historia, no hay jefes, no hay final. Hay ritmo, recompensa y una sensación leve de que estás haciendo algo importante cuando, en realidad, sólo estás encajando otra pieza en una espiral infinita.
Lo fascinante es que esa espiral está diseñada para seducirte. Cada punto, cada destello, cada sonido es una microdosis de placer. No hay épica, hay dopamina. No hay progresión, hay ritual. Lo llamamos jugar, pero a veces parece más bien una sesión de hipnosis colectiva, donde todos perseguimos el siguiente “casi”.
Y sin embargo, no hay cinismo en ello. Al contrario: hay una honestidad brutal. Estos juegos no te prometen mundos mejores ni redenciones imposibles. No te dicen “ven, serás el héroe”. Te dicen: “haz clic, te va a gustar”. Y lo hacen tan bien que acabas agradeciéndoselo.
Cuando apagas la pantalla, no sientes vacío. Sientes una especie de eco suave, una vibración que aún late en los dedos. Porque por un momento, tu cerebro ha encontrado un ritmo perfecto entre el caos y el control. Un segundo de armonía artificial que, en el fondo, no se diferencia tanto de cualquier otra búsqueda de sentido: un partido de fútbol, una canción que no puedes dejar de poner, una conversación que no quieres que termine…
Quizá ahí esté la verdad incómoda: no jugamos para ganar, jugamos para sentir que seguimos vivos. Y si un puñado de píxeles y números logra eso, ¿quién soy yo para quejarme?


